El 19 de marzo de 1937, Charles Gustav Binderup, representante de Nebraska y miembro de la mayoría oficialista demócrata, citó en el Congreso palabras de Henry Ford, quien las habría dicho en los pasillos de ese mismo recinto tres años antes: “Está bien que la gente de la nación no entienda nuestro sistema bancario y monetario; si entendieran algo, habría una revolución antes de mañana por la mañana”. Una idea similar ya habría sido formulada por el padre de la propaganda moderna, Edward Bernays: mantener a la población en desconocimiento de cómo funciona el poder es la mejor forma de administrar una democracia.
Pero el desconocimiento no es suficiente, ya que es algo que termina con un poco de educación o, al menos, con la información necesaria. Para estos casos existen otros dos instrumentos conocidos: (1) crear un estado de fe y negación ante cualquier evidencia y (2) mantener a la población ocupada y entretenida, por lo menos a una mayoría necesaria y suficiente. Este segundo punto es parte de la vida de un trabajador que es mantenido en situación de necesidad, al límite entre la subsistencia y las deudas o la pobreza. El trabajador ocupado (en la producción o no; la mayoría de los trabajos no son productivos) llega exhausto a su casa, no quiere meterse en más pre-ocupaciones y recurre a la natural búsqueda de la distención del entretenimiento. Las redes sociales y el mundo digital han llevado este hábito al extremo con la hiper fragmentación de la anécdota: una persona puede ver por horas micro videos de diez segundos que no conducen a nada más que a la intoxicación intelectual.
En 1910, seis de los hombres más ricos del mundo se reunieron por nueve días en secreto en la isla Jekyll en la costa de Georgia para crear un banco central que hoy se conoce como la Reserva Federal. Uno de los miembros, el presidente del National City Bank of New York (hoy Citibank) Frank A. Vanderlip explicó el misterio: “Fui tan reservado como cualquier conspirador. Sabíamos que nadie debía descubrirnos, o de lo contrario todo el tiempo y esfuerzo invertido se habría frustrado. Si se hubiese descubierto que nuestro grupo se reunió y redactó un proyecto de ley bancario, ese proyecto no habría tenido ninguna posibilidad de ser aprobado por el Congreso”.
Un siglo después, como lo resumió el profesor Robert McChesney, mientras se cocinaba el nuevo tratado comercial, “por cada estadounidense que estaba informado sobre el TPP, había decenas de miles que ni siquiera habían escuchado hablar del mismo pero habían participado del debate sobre si Kim Kardashian se había hecho un implante en el culo”. Así funciona la distracción. No es novedad, pero a pocos le importa.
El yo globalizado es consciente de su intrascendencia. Al mismo tiempo que su atención está reducida a la de un pez dorado (ocho segundos en promedio), necesita ser el centro de atención de los otros peces. Al menos por unos segundos. Sabe que es posible. Al fin y al cabo, posee los mismos instrumentos de comunicación y promoción que sus admirados dioses. Sabe que no es ninguno de ellos, pero no renuncia a la emoción de serlo por ocho segundos. Solo aspira a un contacto divino, a un fugaz momento místico en que su ídolo se digna a dejarle un like. Es decir, la adicción tiene un componente religioso que los ingenieros de plataformas como Twitter conocen como ‘positive reinforcement”. Es decir, intentar algo mil veces hasta que se obtenga una respuesta deseada (hasta no hace mucho, no pocos adolescentes alcanzaban el límite de mil tweets por día; ahora han movido sus existencias fragmentadas a Discord o TikTok): “El mejor ‘programa de refuerzo’ es lo que se denomina ‘programa intermitente’”. En un experimento de laboratorio “una rata empuja una palanca, por lo cual recibe una recompensa, pero no de una manera predecible. Muchas veces, la rata empuja la palanca y no sale nada, pero de vez en cuando, recibe un gran premio. Así que la rata sigue presionando y presionando y presionando, aunque no logre el resultado esperado. Lo hace porque, de vez en cuando, recibe alguna satisfacción”.
Los medios no pueden crear opinión pública de un día para el otro, pero pueden elegir el tema de debate nacional. Elegir el tema, la preocupación, el peligro es decidir hacia dónde inclinar la opinión pública. Los grandes medios son muy efectivos capturando la atención de las masas, es decir, aumentando la escala de un evento o reduciéndola hasta la inexistencia. Siempre ha sido así, desde la Edad Media y, seguramente, desde el paleolítico. La forma más efectiva de dirigir el foco de la atención popular es distraerlo, removerlo de donde no conviene que se enfoque, como por ejemplo la legitimidad del poder del señor feudal, del Papa o del reformador, del poder de los bancos o del emperador, de una etnia, de un género o de una clase social… En cualquier caso, del poder del dinero y las armas.
En Estados Unidos, luego de la Guerra Civil, bastaba con señalar el “problema de los negros” para beneficiar al partido de los blancos, primero representado por el Partido demócrata y luego por el Partido republicano. El gran debate sobre el imperialismo estadounidense, puesto sobre la mesa por intelectuales como Mark Twain, también fue resuelto con una nueva teoría que advertía a los blancos europeos y americanos de que serían reemplazados o exterminados por los peligrosos negros en los trópicos y los híbridos en las repúblicas bananeras de América Latina.
En los años 1920s, luego de la Revolución rusa, el tema arrojado como un muerto de Agatha Christie en la sala fue el socialismo, lo que desató la primera paranoia llamada “el miedo rojo” y un sentimiento antiinmigrante contra los pobres de los países europeos del Sur y del Este. Los pobres de piel oscura ni eran considerados. No funcionó con Franklin D. Roosevelt, debido a la situación catastrófica del país durante la Gran Depresión, pero se convirtió en la primera obsesión luego de que los soviéticos dejasen de servir como aliados en la Segunda Guerra y se convirtiesen en la única excusa para continuar haciendo lo mismo que las corporaciones habían hecho desde el siglo XIX en América Latina y en el Pacífico. Para el final de la Guerra Fría, el nuevo perro muerto fue “la amenaza islámica”, con la excepción de América Latina: como en esa región los musulmanes son una pequeña minoría, integrada y sin poder de lobby en los gobiernos, se prefirió continuar con la narrativa de la Guerra Fría, inoculada desde el primer año por la CIA.
II
Apenas caído el Muro de Berlín, los dos libros más promovidos de forma mediática y dogmática fueron dos adefesios estratégicos: El fin de la historia y el Ultimo hombre (1992), de Francis Fukuyama (alegato a favor del neoliberalismo) y El choque de civilizaciones y la reconstrucción del orden mundial (1996), de Samuel Huntington (alegato en favor de las nuevas guerras en los países petroleros no alineados). Los debates electorales desde 1998 hasta 2016 fueron, básicamente, una competencia sobre qué candidato sería más macho como para arrojar una lluvia de misiles en cada país peligroso que “amenazaba nuestra seguridad nacional” y quien enviaba más soldados jóvenes a morir “para luchar por nuestra libertad”. Para esas mismas elecciones, otro perro muerto conocido de los nacionalistas que se habían dedicado a intervenir en las guerras genocidas en América Central, se convirtió en el centro del debate. Otra vez, el poder no necesita ni puede crear opinión directamente; lo hace señalando cuál es el tema urgente y existencia. A una marcha de unos miles de pobres trabajadores y desplazados centroamericanos se la calificó de invasión y a sus hombres de potenciales violadores de hijas y esposas, exactamente la misma acusación que los eslavistas sureños repetían a principios y finales del siglo XIX como justificación para mantener a los negros bajo el estado pedagógico de la esclavitud. Como los esclavos en el siglo XIX, los inmigrantes en el siglo XXI son el chivo expiatorio ideal: no votan. En el siglo XX los comunistas y en el siglo XXI los musulmanes, no son una minoría poderosa, ni electoral ni económica.
Pero, como adelantamos más arriba, no es posible crear opinión pública del día para la noche en un mundo poblado por críticos y rebeldes, por lo que se creó (1) un Mercado de la atención (cuyo mayor y paradójico recurso ha sido siempre la distracción) para acciones rápidas y (2) un Mercado de la educación (sobre todo invirtiendo en una historia distorsionada de los países y de los imperios) como apoyo más sólido y a largo plazo. Sólo en Estados Unidos, la publicidad mercantilista es uno de los mayores sectores de la economía. En 2021, la publicidad digital consumió (o generó, dependiendo del interesado) 300 mil millones de dólares (más de siete veces la economía de Alaska o el 42 por ciento de todo el gasto mundial en publicidad) y se espera que para 2030 supere lo que hoy suma toda la economía de Argentina. Es decir, la economía publicitaria (de propaganda) ha crecido desde 2001 mucho más rápido que el PIB de Estados Unidos. No todo se invierte en vender agua embotellada e, incluso, cuando se promocionan tantas marcas de agua no se lo hace de una forma ideológicamente inocua. No me refiero solo a la destrucción del planeta, que eso es como un detalle.
Entre 1994 y 2003, cinco millones de personas murieron en la Guerra Mundial de África, con centro en el Congo, Ruanda y Uganda. El resto del mundo apenas se enteró. En 2010 se anunció que el país más rico per cápita del mundo, Catar, sería la sede del campeonato mundial de fútbol 2022. Como en otros mundiales, la elección estuvo manchada por la corrupción de la FIFA. Desde 2010 hasta 2020, al menos 6750 inmigrantes pobres murieron en las obras necesarias para preparar la gran fiesta. El 7 de enero de 2015, 17 personas fueron asesinadas en París por dos fanáticos musulmanes de nacionalidad francesa. El 11 de enero, sesenta líderes del mundo desarrollado y sus satélites volaron a Francia para desfilar tomados de la mano hacia la Plaza de la Nación contra la barbarie del otro. Días antes del atentado, entre el 3 y el 7 de enero, en Nigeria, dos mil personas habían sido masacradas por las huestes de Boko Haram. Entre 2017 y 2018, decenas de miles de jóvenes murieron en Yemen bajo las bombas de Arabia Saudí, una dictadura aliada de Europa y Estados Unidos por generaciones. Las bombas que cayeron en territorio rebelde fueron construidas y vendidas por Estados Unidos.
En el mismo período, los medios estadounidenses estuvieron ocupados con la masacre en Las Vegas, la masacre en Orlando, la condena del actor Bill Crosby por abuso sexual unas décadas atrás, la confirmación del juez Brett Kavanaugh a la Suprema Corte (acusado, sin efecto, de una violación sexual en su juventud), las denuncias de Stormy Daniels y los detalles sobre el pene del residente Trump que, según la prostituta VIP, era algo raro, cortito y con una cabeza como un hongo.
En ningún caso la atención cautiva, el consumo de la novedad, produjo algún cambio o movilización popular sino exactamente lo contrario. Anestesia. Otra vez, el resto del mundo casi no se enteró de las tragedias en África y Medio Oriente y, casi por unanimidad, olvidó todos los incidentes. El objetivo es el consumo, sea de alimentos, de bienes o de noticias urgentes y morbosas. Como ocurre desde hace siglos, las etnias no europeas no sienten, no duelen, no interesan, no producen noticia. En 1899, el general Frederick Funston torturó y violó mujeres filipinas a gusto antes de explicar los hechos: “hay quienes en nuestro país cuestionan la ética de esta guerra… No saben que en realidad los filipinos son analfabetos, semi salvajes que pelean una guerra contra el orden y la decencia anglosajona”. En una carta enviada a su familia en New Jersey, el soldado Kingston escribió: “matamos hombres, mujeres y niños… Me siento en la gloria cuando veo mi pistola apuntando a un negro y le disparo”. El jueves 20 de julio, el soldado y corresponsal del New York Evening Post en Filipinas, H. L. Wells, lo confirmó: “hasta ahora nadie ha cuestionado el hecho de que nuestros soldados en Filipinas les disparan a los negros por deporte… Pero el pueblo estadounidense puede estar seguro de que no ha habido más muertos filipinos de los necesarios; al menos no más de lo que los británicos consideraron necesario matar en India y en Sudán; no más de lo que los franceses mataron en Annam [Vietnam]”. América sólo matará a 200.000 filipinos en unos pocos años. Setenta años después el general estadounidense William Childs Westmoreland, héroe de las masacres de Vietnam, afirmó que “los asiáticos no entienden lo que es el valor de la vida. Allá la vida vale poco, eso está en la misma filosofía de Oriente, aparte de que hay muchos de ellos”.
Desde hace milenios, toda historia viral debe contar con tres elementos necesarios y suficientes: (1) villanos, (2) víctimas y (3) héroes. La distribución de roles depende del poder hegemónico de turno. Los otros (los humanos de otras razas allá y de otras ideas políticas acá) son la amenaza. Los enemigos. Cuando son víctimas, no duelen. Cuando son nuestras víctimas, no existen. Nuestros muertos son verdaderos porque duelen. Si no conmueve, no interesa. Si no interesa, no vende. Pero aun lo que interesa y vende tiene sus límites, sus reglas y sus condiciones. Nadie mejor que los mercenarios del mercado para estudiar y explotar estas reglas ancestrales, como McDonald ha explotado el deseo (no la necesidad) de grasa y azúcar de forma ilimitada.
Negocio de la atención, estrategia de la distracción (III)
Hace poco más de un siglo, para vender la Primera Guerra Mundial en Estados Unidos, el publicista George Creel creó un escuadrón de miles “four minute men” (cuatro-minutos-hombre), luego de haber calculado que la atención promedio de un consumidor no se sostenía por más de cuatro minutos. Desde entonces, el consumo de información a través de los nuevos medios como la radio, el cine y la televisión fueron creando, publicidad y propaganda mediante, lo que podríamos llamar (sin vincularlo a la condición médica definida con la misma terminología) individuos con déficit de atención. En 2015, un estudio en base a electroencefalogramas (EEGs) de Microsoft Corp., llegó a la conclusión de que las personas continúan perdiendo capacidad de concentración. Para ese año, el tiempo alcanzado fue de ocho segundos. En el año 2000 el promedio de atención sostenida en un consumidor promedio era de 12 segundos. Según calculan los científicos, el mismo poder en un pez dorado alcanza los nueve segundos, un segundo más que el promedio de los consumidores de redes sociales.
Ahora, “poder de atención” y “cautiverio” son dos cosas distintas. Distintas, pero complementarias. Una atención hiper fraccionada es más susceptible al cautiverio digital porque requiere satisfacción inmediata. Es el mundo de los videojuegos. Un jugador se vuelve adicto cuando necesita un átomo de recompensa tras otro. Un poder de atención que es capaz de sumergirse en un libro de doscientas páginas tiene un objetivo más holístico del entendimiento de un problema o de una situación. La atención hiper fragmentada es una sucesión interminable y sin destino. De hecho, los ataques de furia de los jugadores cuando pierden un juego probablemente se deba más a la interrupción del proceso de estímulo-recompensa-inmediata que a la derrota misma, ya que esta es una derrota virtual, es decir, no es nada. No otra cosa son los memes, los micro videos de TikTok o las interminables compilaciones de situaciones fragmentadas donde ni siquiera se puede ver el final o la resolución de la situación y menos tener un segundo de reflexión o digestión de lo que ocurrió en el fragmento anterior antes de ser expuesto con la nuevo micro situación que, naturalmente, tiene cero relación con la anterior.
Nada de esto es parte de una naturaleza, de las manchas solares o de la física cuántica. Los laboratorios de redes sociales como Twitter poseen ingenieros-psicólogos que dedican todo su tiempo para imaginar e instrumentar formas para mantener cautivos a sus consumidores, y que ese cautiverio sea más y más prolongado, es decir, exactamente lo opuesto a la capacidad de concentración de la víctima consumidora.
Aza Raskin, ex empleada de Mozilla y Jawbone, lo resumió de forma gráfica: “Es como si estuvieran rociando cocaína por toda la red para que los usuarios vuelvan una y otra vez por la misma droga […] Detrás de cada pantalla de teléfono, hay mil ingenieros trabajado con el objetivo de hacer el uso de una plataforma lo más adictivo posible”.
Según Sandy Parakilas, ex empleada de Facebook, “las redes sociales son muy similares a una máquina tragamonedas […] definitivamente había conciencia de que el producto creaba hábito y era adictivo”. Cuando ella misma intentó dejar de usar la plataforma, sintió que estaba luchando contra la adicción del tabaco. Naturalmente, la versión de Facebook (como en el pasado las excusas de las compañías tabacaleras que negaban o les quitaban importancia a las muertes por cáncer de pulmón) consistió en otro cliché que, como todos, tienen una parte de verdad que se usa como cortina de humo: sus productos fueron diseñados “para acercar a las personas a sus amigos, a sus familiares y a las cosas que le importan a cada uno”. Leah Pearlman, una de las inventoras del botón Like de Facebook, años más tarde reconoció que se había enganchado a Facebook porque había comenzado a basar su sentido de autoestima en la cantidad de “me gusta” que obtenía con cada interacción.
Por su parte, Sean Parker, presidente fundador de Facebook, afirmó que las redes sociales “cambian la relación de un individuo con la sociedad” e interfieren con la productividad de formas extrañas. “Solo Dios sabe lo que le está haciendo al cerebro de nuestros hijos”, agregó en un seminario sobre el tema en Filadelfia. No por casualidad los dioses de Silicon Valley envían a sus hijos a escuelas casi sin tecnología, aparte de pizarras para escribir con tiza. El mismo Bill Gates no le permitió a sus hijo tener un teléfono celular hasta los 14 años. Tim Cook, CEO de Apple, también reconoció que impone los mismo límites a su sobrino. “Hay algunas cosas que no permitiré. No los quiero en una red social”.
Pero las redes sociales son una parte de una realidad mayor y anterior: la ideología de las-ganancias-sobre-todo. Los niños de abajo pertenecen a otra especie humana. Son productos. Son consumidores. Como los esclavos del siglo XIX, como los toros de lidia, no sienten dolor ni tienen sentimientos civilizados. McDonald’s, por ejemplo, educa a los niños desde que dejan la teta des sus madres con la adoctrinación de “La Cajita Feliz”, más demagógico que cualquier político y tan adoctrinadora como cualquier religión. Ninguna de estas adoctrinaciones se llama “abuso infantil”, aunque las víctimas sean niños de cinco o diez años. Según el director de Fox Family Channel, hasta 2001 una de las subsidiarias de Freedom Channel (El Canal de la Libertad) y parte del conglomerado mediático del gigante Disney, “cada vez más, las compañías se están dando cuenta de que si desarrollan una lealtad en los niños de hoy, ellos serán los adultos de mañana”. Un especialista en mercadeo ya había observado: “Si usted tiene hijos, le puedo asegurar que al volver a casa les preguntará qué quieren para comer, o qué les gustaría que les comprase. Los padres no quieren comprar nada que a sus hijos no les guste. No quieren escucharlos quejándose. No es algo eficiente”. Para ese momento (1997), los niños de entre cuatro y diez años eran responsables de un mercado de 24 mil millones de dólares (43 mil millones a valor de 2022), es decir, tres veces mayor que una década antes.
En 2016 el candidato Donald Trump no ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos porque la prensa hubiese hablado bien de él, sino porque habló mucho de él. La mayoría de los grandes medios, desde el New York Times hasta CNN no se cansaron de publicar noticias, análisis e informes sobre el ilimitado material para la indignación que le proporcionaba el candidato más ridículo de la historia, luego de James Polk en 1844. Los temas iban al corazón de los bajos instintos, propios de las redes sociales que usaba el candidato hasta medio dormido durante altas horas de la noche: racismo, sexismo, tribalismo, xenofobia y todo tipo de temas tóxicos y negativos, elementos constituyentes de nuestros reflejos ancestrales más profundos. Su oponente, Hillary Clinton, recibió coberturas más favorables de la gran prensa tradicional e, incluso, su campaña invirtió más dinero (768 millones) que su rival (398 millones). Sin embargo, como lo demostró la firma de análisis de datos de los medios MediaQuant, de julio de 2015 a octubre de 2016 la campaña presidencial de Donald Trump recibió 5,9 mil millones de dólares en atención gratis por parte de esta misma prensa, mientras que Clinton recibió apenas 2,8 mil millones.
jorge majfud, 2023
Del libro Moscas en la telaraña: Historia de la comercialización de la existencia―y sus medios.